Sobre el secuestro yanqui del petrolero venezolano

Piratas del Norte

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La reciente captura del petrolero venezolano por parte de Estados Unidos no es un acto aislado ni un arrebato coyuntural. Es la expresión de un poder que, en pleno declive relativo, busca recomponer su autoridad global a través de maniobras cada vez más agresivas. En el tablero internacional, Washington pierde terreno político, económico y militar: su hegemonía financiera ya no es incuestionable, su influencia diplomática se erosiona y su maquinaria bélica muestra un alcance más costoso que eficaz. Esa decadencia no significa pasividad; por el contrario, la historia demuestra que los imperios, cuando se sienten amenazados, se vuelven más temerarios.

En esa deriva aparecen los claroscuros que describía Gramsci: lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Estados Unidos conserva una capacidad de coerción formidable, pero ya no puede imponer su voluntad sin enfrentar resistencias crecientes. De allí que multiplique operaciones encubiertas, sanciones extraterritoriales y actos de fuerza disfrazados de legalidad. La piratería de Estado —porque eso es interceptar y robar un barco con crudo venezolano— surge como un síntoma de un orden mundial que cruje y de un imperio que no encuentra otro modo de afirmarse que violando el derecho internacional y la soberanía ajena.

Nada de esto es novedoso en su lógica profunda. Estados Unidos se ha financiado históricamente mediante la extorsión o la guerra. La captura de Panamá en 1989, con la figura de Noriega utilizada como excusa, mostró cómo se puede desatar una invasión para garantizar rutas estratégicas y negocios energéticos. En Irak, la construcción de un falso consenso sobre armas inexistentes abrió paso al control directo de recursos y contratos millonarios. En Libia, la destrucción del Estado fue envuelta en un discurso humanitario para reordenar la geopolítica del Mediterráneo. El método se repite: sanción, asfixia, demonización, intervención y apropiación.

Venezuela se convierte hoy en un objetivo prioritario porque concentra la mayor reserva de petróleo del planeta. Ningún plan de dominación energética global puede ignorar ese dato. La emergencia de otros polos de poder y la reconfiguración de los mercados energéticos hacia 2030 auguran que Venezuela tendrá una capacidad decisiva para influir en los precios internacionales del crudo. Para Washington, que ya no controla el mercado como antes y que ve a China y a otros actores acercarse a Caracas, esto es una amenaza estratégica de gran calado.

A ello se suma un problema que Estados Unidos disimula pero no resuelve: su crisis energética estructural. La fractura hidráulica alcanza límites ambientales y productivos; la transición energética avanza menos por convicción que por necesidad; y el control de rutas y fuentes fósiles sigue siendo fundamental para sostener su industria militar y su aparato imperial. En ese escenario, apropiarse del petróleo venezolano —sea mediante sanciones, bloqueos, incautaciones o piratería a cielo abierto— aparece como un intento de limitar la autonomía de un país con recursos decisivos en un mundo en reacomodo.

La coartada del “combate al narcotráfico” carece de toda credibilidad. Estados Unidos es, en términos de volumen, uno de los mayores productores de sustancias ilícitas del planeta y el principal mercado consumidor. Señalar a terceros como amenaza es un recurso para justificar operaciones que obedecen a la economía política del poder, no a ninguna cruzada moral. La piratería contra Venezuela forma parte de esa estrategia: apropiarse de riqueza ajena mientras se proclama la defensa del orden internacional.

Leer este episodio con lucidez implica reconocer que, detrás del secuestro de un barco, se juega algo más profundo: la disputa entre un imperio que retrocede y un país que, con todas sus dificultades, defiende el derecho a decidir su propio rumbo. Frente a los “Piratas del Norte”, no se trata solo de denunciar un atropello, sino de comprender una coyuntura histórica donde los pueblos, si actúan con unidad y firmeza, pueden abrir grietas en un viejo orden que ya no tiene futuro.

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