Pasó una campaña electoral atípica donde se enfrentaban dos bloques políticos que a priori representaban posturas antagónicas: derecha e izquierda, continuidad o cambio, conservadores vs. liberales si vamos al plano de los derechos civiles.
Sin embargo, en una mirada retrospectiva sería oportuno preguntarse: ¿Por qué a todos nos quedó la idea de que fue un trámite monótono y aburrido?
Aunque el gobierno encabezado por Lacalle no fue ni por asomo un gobierno tranquilo, sino más bien marcado por hechos de corrupción casi a diario, donde estuvieron involucrados ministros, intendentes, jerarcas policiales y senadores.
Un gobierno autoritario desde el comienzo con acciones deliberadamente anti-democráticas como la propia LUC. Un verdadero programa de reformas regresivas que lo abarcaba todo: desde la gobernanza de la educación, la regimentación sindical, privatizaciones de las empresas públicas, nivel del endeudamiento, la regla fiscal, el endurecimiento de las penas, los medios de comunicación y cientos de aspectos más. Una ley que, por otra parte, de urgente no tenía nada, pero aseguraba pasar sin trámite por el Parlamento, aspirando a sortear el debate público.
Uno de los aspectos centrales de este verdadero programa ultra-liberal lo constituía, sin duda, la reforma de la seguridad social. Así, se creaba por esta vía una comisión de expertos donde aparecería luego un viejo conocido (Saldain), que ya había llevado en los 90 una reforma contra el sistema solidario e intergeneracional, introduciendo las AFAP.
Sanguinetti, un discípulo de Maquiavelo, se había encargado de explicar qué es lo que venía a realizar este gobierno y por qué. En un almuerzo de ADN ante un público empresarial y en un ambiente que conspiraba para esta clase de confesiones, concluía:
“Si no queremos más impuestos, vamos a tener sacrificios. Ahora viene el tiempo de desplumar al pollo de a uno para que no grite, para que grite lo menos posible”, y continuaba: “La seguridad, si no cambia, nadie le va a tener confianza… Cuando vean que uno hace lo que tiene que hacer, y no solo UPM, el país se endeudará e irá para adelante.”
El pollo, poco sutil en la metáfora, eran los trabajadores, y el plumaje, los derechos arrancados por el ajuste, que claramente no tuvo nada de gradualidad.
¿Por qué entonces la izquierda optó por una estrategia de colaboración? La llamada lealtad institucional que, en rigor, expresó una deslealtad con los explotados.
¿Por qué, con este nivel de ataque al campo popular? ¿Por qué, en el marco de una corrupción estructural que supera la sufrida bajo el gobierno de su padre en los 90? ¿Por qué, con más de 200 casos de grotesca corrupción (entre los cuales está la entrega del puerto), la campaña tuvo un nivel tan chato?
Contrasta el nivel de gentileza con el poder conservador con una carta dura y agresiva contra los impulsores del plebiscito.
Es evidente que desde la dirección del Frente Amplio se buscó evitar un clima de polarización política, permitiendo que el ajuste y las reformas estructurales pasaran sin mayor resistencia.
Todo esto pone bajo un signo de interrogación la premisa de que había en tensión dos modelos de país.
En una nota de la BBC, donde se encabezaba: ¿Por qué se dice que las elecciones de Uruguay son las más aburridas del año?, el editorial de Gerardo Lissardy señalaba:
“Olviden las promesas de refundación del país, las protestas anti-sistema, las alertas de amenaza a la democracia que abundan en América. En Uruguay, gane quien gane las próximas elecciones, todo seguirá más o menos igual.”
Sin embargo, algo alteró los planes de continuidad sin sobresaltos y colaboración de clases. Un convidado de piedra vino a romper la monotonía y, en eso—solo en eso—le doy la razón a Mujica: El plebiscito se interpuso en la campaña electoral.
Mientras en Francia las cinco centrales sindicales se lanzaban a la huelga general e incendiaban el país contra una reforma mucho menos regresiva que la aplicada por Lacalle, acá el movimiento sindical, con mucha cautela, encabezando un frente de las organizaciones de masas, buscó la manera de enfrentar este ajuste brutal.
Ajuste que, en lo inmediato, se traducía en millones de dólares que salieron de las espaldas de los trabajadores. Los sacrificios que debían hacer, según Sanguinetti, dejaron de ser genéricos para ser específicos y tuvieron carácter de clase, para asegurar al gran capital el sacrosanto pago de los bonos de la deuda.
En la central sindical había un consenso absoluto de que la ley era un ajuste fiscal encubierto y un ataque a las condiciones de vida de la clase trabajadora, pero existían al mismo tiempo diferencias sobre cómo enfrentarlo.
Unos se inclinaban por la derogación total de la ley, mientras otros optaban por poner tres medidas cautelares para frenar a este y a cualquier gobierno posterior, poniendo en la Constitución estos derechos.
La tercera opción, menos de una tercera parte, encabezada por AEBU y la corriente Articulación, en clara sintonía con la estrategia del FA, sostenía que había que esperar un triunfo de izquierda y operar los cambios.
Las diferencias eran presentadas como de orden táctico y no de fondo, vale decir, estratégicas. Sin embargo, una vez que la central toma posición de ir por el plebiscito, esas diferencias tácticas, por decirlo de alguna manera, subieron de tono.
Los que estaban aburridos tratando de mostrar sus matices en la campaña electoral terminaron por unirse en “santa cruzada” contra el movimiento obrero.
En un comienzo, se jugaron a estrangular la posibilidad del mismo, impidiendo que los comités de base pudieran tener un papel decisivo en la juntada de firmas, como lo hicieron contra la LUC, donde se estima que juntaron la mitad de las firmas, alrededor de 400.000 de las 800.000 que finalmente se presentaron para derogar los 111 artículos.
Rápidamente se intentó disciplinar a las bases. Los comités eran “el lugar común” y no se permitía—por primera vez desde su fundación—que estos se unieran con las organizaciones sociales en otra causa popular impostergable.
Se operó entonces una ruptura objetiva del campo popular, quedando las organizaciones sociales y los partidos obreros de un lado, la derecha, las cámaras empresariales y el liberalismo progre del otro.
Sin recursos, sin un solo peso, con el veto de la mayoría del FA y con una izquierda a su interior que, a la hora de optar entre los trabajadores y sus aliados, buscó el camino del medio para evitar una ruptura.
Con toda la prensa en contra, con oficialistas y opositores señalando el peligro de una catástrofe, el plebiscito fue finalmente derrotado. No alcanzamos el objetivo de detener la ley y poner en la Constitución tres medidas cautelares.
Esta fue una derrota electoral, pero al mismo tiempo un triunfo político del movimiento obrero, que, a pesar de todo, reunió casi un millón de voluntades.
A pesar de la campaña de terrorismo verbal y de macartismo, la inmensa mayoría (7 de cada 10 frenteamplistas) votaron el plebiscito, sorteando incluso la dificultad de que la mayoría no ensobraba.
Hay un sector importante de la vanguardia que incluso solo votó el plebiscito, lo que muestra una ruptura con las ilusiones democráticas de tirios y troyanos. Hay una bronca sorda y un aprendizaje que ya se había ensayado con la LUC y que puso un freno al gobierno saliente.
Con Odone ya designado en el Ministerio de Economía y Finanzas, y la urticante designación de Jimena Pardo al frente del Banco de Previsión Social, se abre una nueva etapa en la lucha contra la reforma previsional, que no está cerrada ni mucho menos.
El gobierno deberá, como lo prometió, convocar a un diálogo social condicionado, que no puede soslayar la contradicción entre la voluntad de la base frenteamplista y la de su dirección, expresada en el abrumador voto por el “sí”.
En este marco, tanto los acuerdos entre Articulación y el PCU en el movimiento sindical como el apoyo explícito del MPP —y soslayado de otros— a Bergara para la Intendencia reflejan desesperados esfuerzos por evitar la ruptura desde abajo con la política de colaboración de clases y lavar la cara de lo que fue una capitulación mayúscula y una ruptura con el campo popular.
Las declaraciones del economista Bruno Yacometti (PSU) reflejan el centro del problema:
“Tenemos el desafío de evitar el conflicto entre el movimiento sindical y el gobierno.”
Un desafío, pero en el sentido opuesto para la vanguardia obrera: superar las limitaciones de sus direcciones y evitar que el gobierno termine de consumar el ajuste que operó Lacalle.